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No soy politólogo, ni sociólogo, ni historiador, ni crítico literario, ni músico. Aunque les confieso que me gustaría ser algo de todo lo que mencione. Si puedo decir que soy escritor y quizás a través de mis palabras pueda de algún modo aproximarme a lo que no soy.
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31 dic 2010

EL VIAJERO, parte seis

Era evidente que mi clon había llegado antes que yo a esta realidad: ya vestía las típicas prendas del gaucho de estas pampas. Con veloz movimiento llevó su mano derecha a su espalda y extrajo de su cinturón un enorme facón que en cuestión de segundos exibió frente a mis ojos. El sol de la tarde comenzaba a declinar su posición en el firmamento y unos pocos hombres, que habían estado tomando ginebras y jugando a las cartas, ahora buscaban mejores posiciones, convertidos en un público ávido de acción. En esos instantes siento un chistido desde un costado. Era un muchachito, que me lanzaba un poncho al grito de: _¡para que la cosa no sea tan despareja! / No veía la forma de que un pedazo de tela pudiera ser de utilidad en esas circunstancias pero enseguida, en un arranque de ebullición ancestral, envolví mi brazo izquierdo con aquel poncho y me posicioné como para repeler el inminente ataque de mi clon. / Sin previó aviso se lanzó sobre mi como fiera salvaje. Su fuerza era inusitada y tuve que esforzarme sobremanera para poder contener su atropello. Sin embargo, luego de un par de interminables minutos, logró desestabilizarme y mi espalda quedó pegada al suelo. Reiteradas ocasiones el facón había rozado mi brazo cubierto con el poncho pero apenas me lastimó. Fue entonces que advertí que mi rival me estaba ofreciendo una ventaja: vaya a saber por qué razón se había olvidado de ponerse, bajo la camisa, la vestimenta que empleamos en los viajes temporo-espaciales. La misma es de un material liviano pero de una resistencia extraordinaria. No podía dejar pasar una situación así. Liberé mi brazo del poncho que lo cubría y se lo arrojé a la cara. Esos segundos de distracción bastaron para que pudiera apoyar mis manos en el suelo y asi obtener la fuerza necesaria para empujar con mis piernas a mi contrincante. Cuando finalmente logró zafar del poncho la situación se había modificado: era él quien tenía ahora la espalda contra el piso, aunque todavía tenía el facón en su poder. Comenzé entonces a ejercer mayor fuerza sobre su brazo. Paulatinamente fui logrando torcer su muñeca y haciendo que el facón apuntase a su pecho. Todas estas acciones acontecían a gran velocidad, pero para mi, y supongo que para él también, todo parecía transcurrir en cámara lenta, como si la muerte se deleitase en hacernos ver lo endeble y lo efímero que es la existencia, que en definitiva, ella, la muerte, siempre obtiene ganancias de los enfrentamientos humanos. / Yo estaba listo para dar el golpe certero que podía acabar con su vida. Pero dudaba, temía aniquilar a ese ser. ¿No era un humano más? De pronto mi rostro se desvirtuó por una mueca de contradicción, de confusión y de perdición. Él, mi doble, me miraba fijo. Primero con sus labios esbozando una sonrisa sarcástica, luego comenzó a reir, a carcajadas, perversamente. Ello me perturbó enormemente. ¿Por qué reía ante su muerte? ¿O acaso nunca creyó que me atrevería? Seguramente sabía que jamás, en mi larga trayectoria, había asesinado a persona alguna. Pero en ese instante, en esas circunstancias, su desafiante actitud y las últimas palabras que pronunció, sumado al hecho de saber que nunca desistiría de su intención de matarme, desencadenaron los mecanismos de la locura y de la sed de sangre: _¡Házlo ya Juan!...mi vida no tiene valor...además has fracasado en tu misión... Mariano Moreno y su revolución tienen los días contados...vos también has d... / No llegó a terminar la frase. El facón clavado en su pecho se lo impidió. Un irracional impulso, mezcla de pasión, odio y locura, encegueció mi alma, quizás por el resto de mis días. / Ya no sé cuanto tiempo permanecí tirado junto al cuerpo inerte de mi clon. Cuando al fin reaccioné la sangre emanada manchaba mis manos y mis ropas. ¿Pero se trataba realmente de su sangre o era la mia propia? ¿Había acabado con su vida o era la mía la que había aniquilado? Me dieron ganas de vomitar ante la visión de aquella escena y entonces desperté, afiebrado, en el viejo catre que me ofreciera José. Mis ropas ensangrentadas sobre una silla me daban la certeza de que todo aquello no había sido una pesadilla más. // CONTINÚA