Intento nuevamente retomar el hábito de la expresión escrita a partir de la continuación de ciertas temáticas -y sobre todo del espíritu- abordadas en una de mis últimas publicaciones, cuyo título bien podría considerarse toda una declaración de principios o, si se prefiere, un grito de guerra.
En efecto, decir "no soy opositor" no resulta políticamente correcto cuando pareciera que está creciendo la población que dice estar disconforme con las políticas del gobierno o expresan un fuerte rechazo a la investidura presidencial.
Ahora bien, algo extraño acontece cuando lo que se dice no tiene una lógica correspondencia con lo que se piensa.
Es raro que en los ámbitos públicos que frecuentamos encontremos una opinión favorable de la gestión del gobierno nacional o una perspectiva optimista de dicha gestión.
Pareciera existir en los argentinos una llamativa predisposición a la negación, y a la negatividad: todo, pero todo, lo que hace, o deja de hacer el gobierno está mal. De este modo, en la oficina, en el colectivo, en el almacén o en la cola del banco, nos cruzamos con voces opositoras; y su efecto contagioso sobre los demás es notable: expresar su bronca los regocija, como si la felicidad se lograse en la explicitación de una opinión compartida.
Sin embargo, decíamos que muchos sufren, sin saberlo, una grave patología:
decir algo en lo que no se piensa realmente. La gente repite lo que escuchó, sumándose a las voces críticas del gobierno. Pero, a la hora de votar tienen peso distintos razonamientos, en un proceso interno y silencioso que poco tiene que ver con las expresiones publicamente emitidas.
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No es cuestión de menospreciar o ignorar las voces opositoras, críticas del gobierno, puesto que en ellas se pueden hallar quejas sinceras y reclamos genuinos.
Lo que sí es criticable y motivo de reflexión es que esas voces opositoras no sean las expresiones de una sociedad politizada o ideologizada; sino más bien es la voz de una sociedad mediatizada, donde el discurso emitido es casi un eco perfecto del relato producido por los medios.
Es necesario decir, una vez más -y todas las veces que se requiera su explicitación-, que se está librando una batalla cultural cómo pocas veces en la historia nacional. Los bandos están claramente definidos. Por un lado quienes desean mayor libertad, más democracia, más participación ciudadana, más y mejor Estado para la construcción de un modelo político, social y económico inclusivo, solidario, nacional, popular y democrático.
Por otro lado, los que quisieran una ciudadanía menos politizada, un modelo económico donde el Mercado hiciera sentir el rigor de su filosofía excluyente, egoísta, corporativa y antinacional; donde la democracia es sólo una gran farsa para ocultar la dominación del poder económico sobre las instituciones de la república.
Parte fundamental de esa batalla cultural que nos atraviesa es la creación de un discurso, de un relato que legitime los principios y argumentos de cada bando. Y otra parte fundamental en la batalla cultural es el posicionamiento que haga cada uno de nosotros, participando activamente, pasivamente o pretendiendo quedar al margen de la disputa por el predominio de uno de los modelos sobre el otro.
Continúa
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