En un breve lapso de tiempo, que no llega a superar los diez días, vivimos jornadas plenas de reflexión, dolor y esperanza, dónde se cruzan y mezclan sentimientos y razonamientos muchas veces crudos, polémicos y contradictorios.
Hoy me permito más bien una publicación intimista, personal, para intentar abordar los tres acontecimientos históricos que recordamos en estos días, sucesos que quizás sean los de mayor carga emocional en todo el calendario.
El 24 de marzo la memoria colectiva nos recuerda que en tal fecha, del año 1976, se produce la caída del gobierno de Isabel Martínez de Perón a causa del golpe institucional por el cuál las Fuerzas Armadas del país asumen el poder en Argentina.
El próximo 2 de abril estaremos conmemorando el trigésimo primer aniversario del desembarco de fuerzas militares argentinas en las Islas Malvinas, lo que permitió la expulsión transitoria de la fuerza de ocupación británica.
En el medio de ambas fechas, este año, ha quedado inserta la llamada Semana Santa, en la que los cristianos rememoran la muerte de Jesús, el hijo de Dios y celebran su posterior resucitación.
El título de la presente publicación dan cuenta de la idea fuerza que intenta ser el eje en el cuál giren mis reflexiones.
Sin embargo, volcarlas por escrito no resulta para nada sencillo por lo que me veo en la necesidad de advertir a los posibles lectores que no esperen encontrar respuestas de mi parte sino más bien algunos cuestionamientos, que me han de llevar a intentar una profundización reflexiva.
La espada, si bien es un elemento que ha quedado en desuso por las fuerzas militares modernas, aún conserva la capacidad simbólica de representar el poder destructivo del hombre.
De la cruz podríamos decir que es sin duda el símbolo que mejor representa al cristianismo y al poder Divino que él profesa.
Un tercer elemento, la sangre, nos permite establecer un vínculo inequívoco entre la espada y la cruz: no sólo porque la espada se ensucie de sangre al cortar la carne; y no sólo porque la cruz se haya ensangrentado con la muerte de Cristo.
El vínculo más nefasto y contradictorio de la existencia humana está dado por la espada que se convierte en cruz y por la cruz que se transforma en espada, siendo la sangre derramada la prueba innegable de dicho vínculo.
Si Dios permitió que su hijo falleciera en manos de los soldados del imperio romano, para luego resucitar y presentarse ante sus discípulos, para que entendieran su victoria ante la muerte y que salieran a predicar un mensaje de paz y amor entre los hombres, se hace muy difícil comprender porque los hombres matan en nombre de Dios y porqué la Iglesia ha impulsado, financiado y bendecido cruzadas y guerras santas, además de mirar para otro lado o ser directamente cómplices de los militares en la guerra sucia contra la subversión.
En efecto, los altos mandos y la oficialidad de las fuerzas armadas que secuestró, torturó, desapareció y mató al "enemigo interno" durante el Proceso de Reorganización Nacional, estaban fuertemente embebidos en los principios del cristianismo y además tenían el respaldo explícito de los jerarcas de la iglesia católica. Sin ir más lejos, desde la jerarquía católica, pocos meses antes del golpe militar, monseñor Bonamín había acuñado una expresión verdaderamente nefasta: "El pueblo argentino ha cometido pecados que sólo se pueden redimir con sangre".
Por otra parte, los "vuelos de la muerte", con los cuales se arrojaban al Rio de la Plata a personas aún vivas que habían pasado por los centros de detención, fueron considerados por sus ejecutores o ideólogos como una muerte comprendida por la piedad cristiana. Hasta no hace mucho tiempo atrás, un religioso castrense, no tuvo reparo en afirmar que había que colgar una piedra al cuello del ministro de salud y arrojarlo al mar.
Esa oficialidad torturadora, asesina y cristiana fue la misma que estuvo en Malvinas, sólo que a falta de "herejes" zurdos, se castigó a los propios soldados que tuvieron que soportar hambre y frío.
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